3 feb 2013

Creyeron que podrían enriquecerse vendiendo siempre sin comprar nunca.

Texto de Walter Lippmann, publicación original de 1922, encontrado en DDOOSS
1

Hay una isla en el medio del océano donde vivían, en 1914, algu­nos ingleses, franceses y alemanes. El telégrafo no llega a la isla y el paquebote británico pasa cada sesenta días. Todavía no ha­bía llegado en el mes de septiembre y los isleños aun comentaban el último periódico con noticias del próximo juicio de la señora Caillaux, la asesina de Gastón Calmette. Así fue que un día, a mediados de septiembre, se reunió toda la colonia en el muelle, con más entusiasmo que el de costumbre, para oír de boca del capi­tán cuál había sido el veredicto. Se enteraron, en cambio, de que, desde hacía más de seis semanas, los ingleses y franceses, de­fendiendo la inviolabilidad de los tratados, se hallaban en guerra con los alemanes. Durante aquellas seis extrañas semanas se ha­bían comportado como amigos, cuando en realidad eran enemigos.
Sin embargo, el problema de estos hombres no era tan distinto del de la mayoría de los habitantes de Europa. Para ellos el error había durado seis semanas: en el continente, el intervalo fue quizá tan sólo de seis días, o de seis horas, pero también hubo intervalo. Durante un momento, la imagen de Europa, según la cual los hombres manejaban como de costumbre sus asuntos, no correspondió para nada a la Europa que estaba por sembrar el desorden en sus vidas. Para cada hombre hubo un período de tiem­po durante el cual se encontró aun adaptado a un ambiente que ya no existía. Por todo el mundo, y hasta en fechas tan tardías como el 25 de julio, los hombres seguían fabricando mercaderías que ya no podrían exportar, compraban otras que les sería imposible importar, proyectaban estudios, consideraban negocios, vivían esperanzados y a la expectativa, siempre en la creencia de que el mundo que conocían era el mundo real. Confiando en la imagen mental que de él se hacían, hasta escribían libros para describirlo. Y luego, pasados más de cuatro años, un jueves por la mañana, llegó la noticia del armisticio, y la gente pudo, por fin, manifestar un alivio inefable al saber que la matanza había acabado. No obs­tante lo cual durante los cinco días que precedieron al armisticio efectivo, y a pesar de que se hubiese celebrado ya el fin de la guerra, murieron aun varios miles de jóvenes en los campos de batalla.
Mirando hacia atrás vemos cuán indirecto es nuestro conoci­miento del ambiente en el cual vivimos. Las noticias nos llegan a veces con rapidez, otras veces con lentitud, pero tomamos lo que creemos ser una imagen verdadera por el ambiente auténtico. Resulta más difícil aplicar esto a las creencias que rigen actual­mente nuestros actos, pero en lo que se refiere a otros pueblos y a tiempos remotos, pretendemos que es fácil saber cuándo se to­maba absolutamente en serio lo que sólo eran imágenes ridículas del mundo. Gracias a nuestra visión a posteriori, insistimos en que el mundo, tal como deberían haberlo conocido esos pueblos, y el mundo tal como en efecto lo conocieron, fueron a menudo dos cosas completamente contradictorias. Vemos también que, mien­tras gobernaban y luchaban, mientras comerciaban y pretendían realizar reformas en el mundo que ellos imaginaban, obtenían re­sultados, o no los obtenían, en el mundo tal como era de verdad: salieron en busca de las Indias y descubrieron a América; diag­nosticaron al maligno y quemaron ancianas; creyeron que podrían enriquecerse vendiendo siempre sin comprar nunca; un califa, obedeciendo a lo que él tomaba por voluntad de Alá, quemó la biblioteca de Alejandría.
Alrededor del año 389, San Ambrosio cita en sus escritos el caso del prisionero de la caverna de Platón que se niega resuel­tamente a dar vuelta la cabeza. "La discusión sobre la naturaleza y la posición de la tierra no contribuye en nada a nuestra espe­ranza de una vida futura. Basta saber lo que afirman las Escri­turas: 'Dios cuelga la tierra sobre la nada' (Job, XXVI, 7) ¿Por qué entonces discutir si Dios colocó la tierra en el aire o en el agua, e iniciar una controversia sobre la manera en que el aire liviano puede sostenerla, o, si fue colocada sobre las aguas, razón por la cual no va a estrellarse contra el fondo?... No es porque se encuentre en el centro, como suspendida en equilibrio, que la tierra permanece estable por encima de la inestabilidad y del vacío, sino porque la majestad de Dios la obliga a ello por la ley de Su voluntad."
No contribuye para nada a nuestra esperanza de una vida fu­tura, basta saber lo que afirman las escrituras, no vale la pena discutir... Sin embargo, un siglo y medio más tarde la opinión seguía perturbada, en esta ocasión por el problema de los antí­podas. Se le encargó entonces a un monje llamado Cosmas, fa­moso por sus triunfos científicos, que escribiera una topografía cristiana, u "Opinión cristiana sobre el mundo". No hay duda que Cosmas sabía exactamente lo que se esperaba de él, pues basó todas sus conclusiones sobre su interpretación de las Escrituras: el mundo es un paralelogramo chato, dos veces más ancho de este a oeste que de norte a sur; en el centro está la tierra, ro­deada de océano, el cual, a su vez, está rodeado por otra tierra donde vivían los hombres antes del diluvio; de esta otra tierra zarpó Noé; en el norte se encuentra una elevada montaña cónica, alrededor de la cual giran el Sol y la Luna; cuando el Sol se esconde detrás de la montaña es de noche; el cielo está pegado a los bordes de la tierra exterior y consta de cuatro altas pare­des que se encuentran en un techo cóncavo, de manera que la tie­rra es el piso del universo; hay un océano del otro lado del cielo que forma "las aguas que están sobre los cielos"; el espacio entre el océano celestial y el último techo del universo pertenece a los benditos y el espacio entre la tierra y el cielo está habitado por los ángeles; finalmente, puesto que San Pablo ha dicho que todos los hombres fueron creados para vivir sobre "la faz de la tierra", ¿cómo se podría vivir sobre el dorso, donde se supone que están los Antípodas? "Con este pasaje ante sus ojos, un cristiano no debería ni hablar de los Antípodas."
Menos aun debe ir hacia los Antípodas y ningún príncipe cristiano debe darle una embarcación para intentarlo. Por otra parte, un marino religioso ni siente deseos de hacerlo. Cosmas no encontraba, en lo más mínimo, que su mapa fuese absurdo. Sólo al pensar en su convicción absoluta de que éste era el mapa del universo, podemos llegar a comprender el temor que le hubiesen inspirado Magallanes, Peary o el aviador que corrió el riesgo de cho­car con los ángeles y la bóveda celeste al volar en el aire a una altura de siete millas. De la misma manera, podremos compren­der mejor la furia de las guerras y de la política si recordamos que casi todos los partidos creen, en forma absoluta, en la imagen que se hacen de la oposición y que toman por hechos, no los que en realidad lo son, sino los que suponen ser hechos. Como Hamlet, apuñalan a Polonio detrás de la cortina que cruje, creyendo que es el rey, y quizá como Hamlet agreguen:
"¡Y tú, miserable, temerario, entremetido, bobo, adiós!

Te había tomado por alguien más elevado; sufre tu suerte."


2

En general, el público conoce a los grandes hombres, aun durante su vida, a través de una personalidad ficticia. De ahí la parte de verdad que hay en el dicho: "Ningún hombre es un héroe para su criado". Sólo una parte de verdad, ya que a menudo el criado, o el secretario privado, se encuentran presos también de la ficción. Los personajes de la realeza tienen, por supuesto, per­sonalidades fabricadas. Pueden creer ellos mismos en el perso­naje público que encarnan o limitarse a que el chambelán dirija sus entradas en escena, pero siempre están compuestos de, por lo menos, dos seres distintos: un yo público y real, otro privado y humano. Más o menos todas las biografías de los grandes hom­bres se reducen a las historias de estos dos seres: el biógrafo oficial reproduce la vida pública, las memorias revelan la otra. El Lincoln de Charnwood, por ejemplo, es un retrato lleno de no­bleza, no de un ser humano real y efectivo, sino de una figura épica, repleta de significado, que se mueve casi al mismo nivel que Eneas o San Jorge. El Hamilton de Oliver es una majestuosa abstracción, la escultura de una idea, "un ensayo de la unión americana", como lo llama el mismo Oliver. Es un monumento solemne a la política del federalismo, pero apenas la biografía de una persona. A veces, cuando la gente cree revelar su vida inte­rior no hace más que crearse una fachada. Los diarios de Reping­ton y de Margot Asquith son tipos de autorretratos en los cuales el detalle íntimo constituye un indicio sumamente revelador de lo que los autores gustan pensar de ellos mismos.
Pero el tipo de retrato más interesante es el que nace espon­táneamente en las mentes de la gente. Cuando subió al trono la reina Victoria, dice Lytton Strachey, "hubo una gran ola de entusiasmo en el público de afuera. Lo sentimental y lo novelesco se estaban poniendo de moda y el espectáculo de la niña reina, inocente y modesta, con cabellos rubios y mejillas rosadas, que atravesaba su capital, llenó los corazones de los espectadores de afecto y lealtad. Lo que más fuertemente impresionó a todos fue el contraste entre la reina Victoria y sus tíos. Los viejos desagra­dables, relajados, egoístas, testarudos y ridículos, con su eterna carga de deudas, confusiones y vergüenzas, habían desaparecido, como las nieves de invierno, y aquí, por fin, coronada y radiante, estaba la primavera".
Jean de Pierrefeu vio en forma directa esta idolatría de los héroes, pues era oficial del estado mayor de Joffre en la época de apogeo: 
Durante dos años, el mundo entero rindió un homenaje casi divino al vencedor del Marne. El encargado de los equipajes se doblaba real­mente en dos, bajo el peso de las cajas, los paquetes y las cartas que le enviaban gentes desconocidas, en testimonio frenético de admira­ción. Creo que ningún comandante, fuera del general Joffre, ha po­dido hacerse una idea semejante de la gloria durante la guerra. Le enviaban cajas de bombones de las más grandes confiterías del mun­do, cajones de champaña, vinos finos de todas las cosechas, fruta, caza, adornos, utensilios, ropa, artículos para fumar, tinteros, pisa­papeles. Cada región mandaba su especialidad. E1 pintor enviaba su cuadro, el escultor su estatuita, la encantadora anciana la bufanda o las medias y el pastor, en su choza, tallaba una pipa especialmente para él. Todos los fabricantes del mundo hostil a los alemanes en­viaban sus productos: La Habana sus cigarros, Portugal su oporto. Conocí a un peluquero que no encontró nada mejor que hacer un re­trato del general utilizando el cabello de sus seres queridos; un calí­grafo profesional tuvo la misma idea, pero los rasgos estaban for­mados por miles de frases cortas, escritas con letra minúscula, que cantaban las alabanzas del general. En cuanto a las cartas, las tenía de todas las caligrafías, de todos los países, en todos los dialectos: car­tas afectuosas, agradecidas, desbordantes de cariño, llenas de adora­ción. Lo llamaban el salvador del mundo, el padre de su país, el agen­te de Dios, el bienhechor de la humanidad, etc.... Y no sólo los fran­ceses, sino también los norteamericanos, argentinos, australianos, etc., etc.... Miles de niñitos, sin que sus padres lo supieran, tomaban la pluma y le escribían para manifestarle su cariño: la mayoría lo lla­maba Padre Nuestro. Estas efusiones, esta adoración, los suspiros de alivio que escapaban de miles de corazones ante la derrota del barba­rismo, estaban impregnadas de una dolorosa agudeza. Para todas estas almas inocentes, Joffre era un San Jorge que aplasta al león. No hay duda de que encarnaba, en la conciencia de la humanidad, la victoria del bien sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas. 
Dementes, bobos, locos a medias y locos del todo dirigieron sus mentes ensombrecidas hacia él, como quien mira a la razón misma. He leído una carta de una persona que vivía en Sydney, pidiendo al ge­neral que lo salvara de sus enemigos; otro, un neocelandés, le pidió que mandase unos soldados a la casa de un señor que le debía diez libras y se negaba a pagárselas. 
Finalmente, centenares de muchachas, venciendo la timidez, pidieron comprometerse con él, a escondidas de sus familias; otras deseaban tan sólo servirlo. 
Las victorias ganadas por su estado mayor y sus tropas, la desesperación de la guerra, los duelos individuales y la esperanza de una futura victoria, todo esto combinado había creado la ima­gen idealizada de Joffre. Pero, además de la idolatría de los héroes, existe el exorcismo de los demonios, fabricados según el mismo mecanismo que encarna a los héroes. Si todo lo bueno provenía de Joffre, Foch, Wilson o Roosevelt, todo lo malo tenía su origen en el kaiser Guillermo, Lenin y Trotsky, quienes eran tan todopoderosos en el mal como lo eran los héroes en el bien. Para muchas mentes ingenuas y atemorizadas no había contratiempo político, huelga, obstáculo, muerte inexplicada o conflagración misteriosa en todo el mundo cuyas causas no se remontasen a es­tas fuentes personales de maldad.


3

El hecho de que todo el mundo concentre su atención sobre una personalidad simbólica es lo suficientemente raro como para que se lo encuentre extraordinario, y cada autor cita aquel caso preferido, para él sorprendente e incontestable. La vivisección de la guerra pone en evidencia dichos ejemplos, pero éstos no nacen de la nada. En una vida pública más normal, estas imágenes simbólicas influyen igualmente sobre el comportamiento, pero cada símbolo resulta menos concluyente por haber tantos otros que rivalizan con él. No sólo está cargado con menos sentimientos por representar a una parte de la población, sino que aun dentro de esa parte hay una supresión infinitamente menor de las dife­rencias individuales. En épocas de mediana seguridad, los sím­bolos de la opinión pública están sujetos a represiones, compara­ciones y discusiones. Vienen y van, sirven de nexos, se olvidan, y nunca organizan del todo las emociones del grupo. Después de todo, queda tan sólo una actividad humana en la cual los pueblos llevan a cabo la unión sagrada: esto ocurre en esas fases inter­medias de una guerra, cuando el temor, la pugnacidad y el odio han logrado dominar completamente al espíritu, ya sea para aplastar a los demás instintos que en él quedan, o bien para lo­grar su adhesión antes de que se canse. 
En casi todos los demás momentos, y aun durante la guerra, cuando la lucha está paralizada, surge una gran cantidad de sen­timientos, creando conflictos, opciones, hesitaciones y compromi­sos. Ya veremos más adelante que el simbolismo de la opinión pública lleva, en general, la marca de este interés oscilante. Pen­semos, por ejemplo, en lo rápido que desapareció, después del armisticio, el símbolo precario de la Unión Aliada, que nunca llegó a implantarse con éxito, y cómo, inmediatamente después, se derrumbaron las imágenes simbólicas que cada país se hacía de los demás: Gran Bretaña, defensora de la ley pública; Fran­cia, vigía en la frontera de la libertad; Norteamérica, conductora de cruzadas. Pensemos además cómo se fue diluyendo dentro de cada nación, la imagen simbólica que tenía de sí misma, cuando, por conflictos de clase y partido y por ambiciones personales, se empezaron a remover cuestiones que habían sido postergadas; cómo cayeron las imágenes simbólicas de los líderes, Wilson, Clemenceau y Lloyd George, que cesaron de encarnar la esperanza humana y se volvieron tan sólo los negociadores y administrado­res de un mundo desilusionado. 
No se trata de saber aquí si lamentamos este hecho como uno de los dulces males de la paz o si lo aplaudimos como un regreso a la cordura. Nuestra primera preocupación al tratar con ficcio­nes y símbolos es olvidar sus valores en el orden social existente y pensar que son simplemente una parte importante de la ma­quinaria de la comunicación humana. Ahora bien, en cualquier so­ciedad que no se encierre por completo en sus propios intereses y que sea lo suficientemente reducida para que cada uno se entere a fondo de todo lo que ocurre, las ideas se refieren a sucesos le­janos y difíciles de comprender. La señorita Sherwin, en Gopher Prairie, sabe que en Francia hay una guerra terrible y quiere imaginársela. No ha estado nunca en ese país y por cierto que nunca ha recorrido lo que, en ese momento, es el frente de batalla. Ha visto fotografías de soldados franceses y alemanes, pero le es imposible imaginar tres millones de hombres. Nadie, por otra parte, es capaz de imaginar tal cosa, y los profesionales ni intentan hacerlo. Cuando piensan en los soldados, lo hacen más bien en términos de divisiones. Pero la señorita Sherwin no tiene ningún acceso al universo de la tacticografía y si ha de pensar en la guerra, se aferra mentalmente a Joffre y al kaiser como si es­tuviesen comprometidos en un duelo personal. Si pudiésemos ver lo que ella ve con la mente, la estructura de esta imagen se parecería sin duda bastante a los grabados del siglo XVIII que representan al gran soldado: de pie, audaz y sereno, de estatura ma­yor que la real, con un nublado ejército de minúsculas figuras que se pierden en el paisaje de fondo. Parece que los grandes hombres también tienen en cuenta estas ilusiones. Jean de Pierre­feu relata la visita de un fotógrafo a Joffre. El general estaba "en su despacho burgués, frente a una mesa sin papeles a la cual se sentaba para firmar. De golpe notó que no había mapas en las paredes y como, según las ideas populares, no es posible concebir a un general sin mapas, se colocaron, para la foto, algunos que luego fueron retirados.
El único sentimiento que puede experimentar una persona sobre un hecho no vivido, es el sentimiento que despierta en ella la imagen mental que se hace del hecho. Por ello no podemos comprender verdaderamente los actos de los demás mientras no sepa­mos lo que ellos creen saber. He visto cómo una joven, criada en una ciudad minera de Pennsylvania, pasaba del más absoluto buen humor a un paroxismo de tristeza cuando un golpe de viento rompió uno de los vidrios de la ventana de la cocina. Durante ho­ras estuvo desconsolada, sin que yo pudiera comprenderla. Cuando pudo hablar, explicó que si un vidrio se rompía eso signi­ficaba que un pariente cercano había muerto. La joven lloraba a su padre, de cuya casa había huido por el temor que le inspiraba. Por supuesto que el padre se encontraba bien vivo y una averi­guación telegráfica nos lo confirmó poco después. Pero, hasta que llegó el telegrama, el vidrio roto fue para la joven un men­saje auténtico.
Sólo un hábil psiquiatra, mediante una investigación a fondo, podría demostrarnos la razón de esta actitud. Pero, hasta el ob­servador más fortuito hubiese podido ver que la joven había su­frido una alucinación, y, terriblemente trastornada por sus pro­blemas familiares, había creado una ficción pura a partir de un hecho externo, del recuerdo de una superstición, de un alborotado arrepentimiento y del miedo y cariño que sentía hacia su padre. 
En estos casos la anormalidad es sólo una cuestión de intensi­dad. Cuando un secretario de Justicia, asustado por la explosión de una bomba en el umbral de su casa, se convence, al leer lec­turas revolucionarias, que estallará una revolución el 19 de mayo de 1920, reconocemos, en gran parte, que actúa el mismo tipo de mecanismo. La guerra, claro está, proporcionó muchos ejemplos de este proceso: el caso fortuito, la imaginación creadora, el deseo de creer y, como resultado de estos tres elementos, la falsificación de la realidad que provocaba una reacción violenta e instintiva. Es evidente que, bajo ciertas condiciones, los hombres responden con la misma fuerza a las ficciones y a la realidad, y que en mu­chos casos contribuyen a crear aquellas ficciones a las cuales res­ponden. Que arroje la primera piedra quien no pensó que el ejér­cito ruso pasaría por Inglaterra en agosto de 1914, quien no acep­tó cualquier relato de atrocidades sin pruebas directas, quien nunca creyó ver un ardid, un traidor, o un espía donde no lo había. Que arroje la primera piedra quien nunca anunció a los demás lo que había oído decir a alguien, no mejor informado que él, como si se tratase de da verdad real y profunda.
En todos estos ejemplos debemos notar, particularmente, un factor común: la inserción de un pseudoambiente entre el hom­bre y su ambiente real. El comportamiento del hombre responde a ese pseudoambiente, pero, como es comportamiento efectivo , las consecuencias, si son actos, obran no en el pseudoambiente donde el comportamiento encuentra su estímulo, sino en el verdadero ambiente donde se desarrolla la acción. Si el comportamiento no es un acto práctico, sino lo que llamamos, aproximadamente, pen­samiento y emoción, puede pasar mucho tiempo antes de que haya una ruptura notable en la textura del mundo ficticio. Pero cuando el estímulo del pseudohecho se resuelve en acción sobre las cosas o sobre las demás gentes, pronto surge la contradicción. Entonces uno tiene la sensación de golpearse la cabeza contra un muro de piedra, de estar aprendiendo por experiencia, de asistir a una tragedia de Herbert Spencer, el "Asesinato de una Bella Teoría por una Pandilla de Hechos Brutales". En suma, la sen­sación molesta de una mala adaptación, ya que indudablemente, en el nivel de la vida social, lo que llamamos adaptación del hom­bre a su ambiente se lleva a cabo por intermedio de ficciones. 
Por ficción no quiero decir mentira, sino representación del ambiente que, en mayor o menor grado, ha sido hecha por el hom­bre mismo. El campo abarcado por la ficción va desde la completa alucinación hasta el caso del científico que utiliza a sabiendas el modelo esquemático, o decide que la exactitud, más allá de un cierto número de decimales, carece de importancia en su proble­ma particular. Una obra de ficción puede tener cualquier grado de fidelidad, y mientras se pueda tener en cuenta dicho grado, la ficción no es engañosa. La cultura humana es, en gran parte, selec­ción, orden, planeamiento y estilización de lo que William James llamó: "las irradiaciones y los apaciguamientos fortuitos de nues­tras ideas". Alterna con el uso de ficciones la exposición total a las mareas y contramareas de la sensación. No es ésta una ver­dadera alternación, ya que, por más refrescante que sea a veces mirar con ojos perfectamente inocentes, la inocencia no es una sabiduría por sí misma, si bien puede ser una fuente y también un correctivo de la sabiduría.

El verdadero ambiente es, en su conjunto, demasiado vasto, demasiado complejo y demasiado fugaz para el conocimiento directo. No estamos equipados para tratar con tanta sutileza, tanta variedad, tantas permutaciones y combinaciones. Y aunque debemos actuar en ese medio, tenemos que reconstruirlo sobre un molde más sencillo antes de poder manejarlo. Los hombres necesi­tan mapas del mundo para poder recorrerlo: la dificultad inva­riable es encontrar mapas en los cuales sus necesidades propias, o las de los demás, no los hayan impulsado a dibujar la costa de Bohemia. 


4

El analista de la opinión pública debe comenzar por reconocer la relación triangular entre la escena de la acción, la representa­ción humana de dicha escena y la respuesta del hombre a esa representación que se manifiesta en la escena de la acción. Vendría a ser una comedia sugerida a los actores por sus propias experien­cias, pero cuya trama se desarrolla en la vida real de los actores y no sólo en sus papeles. El cinematógrafo acentúa, a menudo con gran habilidad, este doble drama de motivación interna y compor­tamiento externo. Dos hombres están discutiendo, ostensiblemen­te, por un dinero, pero la pasión que los anima resulta inexplica­ble. Luego la imagen se desvanece y nos muestran lo que uno y otro hombre ven mentalmente. Frente a frente, sentados a la mesa, discutían por dinero; pero, en el recuerdo, volvían a sus días de juventud cuando una chica lo dejó a uno de ellos para ir con el otro. El drama exterior ha sido explicado: el héroe no es codicio­so, está enamorado. [...]

5

No es necesario decidir en este caso particular si el Senado se encontraba por encima o por debajo de su estado normal; ni tam­poco si se puede comparar al Senado favorablemente con el Parla­mento británico, ni con otros parlamentos. En este momento, sólo quiero considerar el espectáculo, aplicable a todo el mundo, de unos hombres que actúan sobre su ambiente, impulsados por estímulos de sus pseudoambientes. Cuando se hacen concesiones para los casos de fraude deliberado, la ciencia política debiera aun explicar hechos tales como el de dos naciones que se atacan mutuamente, convencida cada una de ellas de que está actuando en defensa propia, o el de dos clases que luchan entre sí, segura cada una de que lo hace en representación del interés común. Podríamos decir que viven en mundos diferentes, o, para ser más exactos, que viven en el mismo mundo, pero piensan y sienten en mundos di­ferentes. 
A estos mundos especiales, a estas creaciones que nacen del in­dividuo, del grupo, de la clase, de la región, de la ocupación, de la nación o de las sectas, se adapta la humanidad de la Gran So­ciedad. Resulta imposible describir lo variados y complejos que son, y, sin embargo, estas ficciones determinan una buena parte del comportamiento político de los hombres. Debemos figurarnos quizá cincuenta parlamentos soberanos, formados al menos por cien cuerpos legislativos; junto con ellos existen no menos de cin­cuenta jerarquías de asambleas provinciales y municipales y todo esto, con sus órganos ejecutivos, administrativos y legislativos, constituye la autoridad formal sobre la Tierra. Pero esto apenas comienza a revelarnos la complejidad de la vida política, ya que, en cada uno de estos incontables centros de autoridad, hay partidos, que forman a su vez jerarquías arraigadas en clases, sec­ciones, pandi1las y clanes, y dentro de estas últimas categorías hay políticas individuales, cada uno centro de una red de cone­xiones, recuerdos, miedos y esperanzas. 
De alguna manera, y en general por razones necesariamente oscuras, estos cuerpos políticos, tras compromisos, cabildeos y dominaciones, dan órdenes que movilizan ejércitos o forjan la paz, que reclutan vidas, cobran impuestos, destierran y encarcelan, protegen la propiedad o la confiscan, alientan ciertas empresas, desalientan otras, facilitan o dificultan la inmigración, mejoran la comunicación o la censuran, fundan escuelas, construyen ar­madas, proclaman "programas políticos" y "destinos", levantan ba­rreras económicas, construyen o destruyen propiedades, someten un pueblo al gobierno de otro, o favorecen una clase a expensas de otra. Para cada una de estas decisiones se tiene por conclu­yente una cierta visión de los hechos, se acepta una cierta visión de las circunstancias como base de ilación y como estímulo del sentimiento. ¿Cuál es esa visión de los hechos, y por qué se ha elegido precisamente ésa? 
Sin embargo, ni aun esto comienza a disipar la complejidad. La estructura política antes mencionada se da en un ambiente social donde existen incontables corporaciones e instituciones numero­sas o reducidas, asociaciones voluntarias o semivoluntarias, agru­paciones nacionales, provinciales, urbanas o vecinales, que toman, la mayoría de las veces, aquellas decisiones que registra el cuerpo político. ¿Sobre qué se basan estas decisiones? 
"La sociedad moderna", dice Chesterton, "es intrínsecamente insegura porque se basa en la noción de que todos los hombres ha­rán la misma cosa por motivos diferentes... Y que, mientras en la mente de un condenado está el infierno de un crimen solitario, en la casa o bajo el sombrero de cualquier empleado suburbano estará el limbo de una filosofía muy distinta. Supongamos que un primer hombre sea completamente materialista y que sienta que su propia mente es una fabricación de la horrible máquina de su cuerpo. Quizá hasta escuche sus pensamientos como el pe­sado tictac de un reloj. Su vecino podrá ser un adepto a la Cien­cia Cristiana que considere su cuerpo como algo casi menos sus­tancial que su propia sombra. Podrá llegar casi a creer que sus propios brazos y piernas son ilusiones, como las serpientes move­dizas en el sueño de delirium tremens. Puede que un tercer vecino no sea un adepto a esta secta, sino, por lo contrarío, un cristiano. Vivirá un cuento de hadas, como dirían sus vecinos, un cuento de hadas misterioso pero sólido, lleno de caras y presencias de amigos extraterrenos. El cuarto hombre puede ser teósofo, y, con toda probabilidad, vegetariano. Y no veo por qué no puedo darme el gusto de imaginarme el quinto como un adorador del diablo... Sea o no valiosa una variedad semejante, la unidad que resulta carece de solidez. Pretender que todos los hombres de todos los tiempos seguirán pensando cosas diferentes y que, sin embargo, harán las mismas cosas, es una especulación dudosa. Sería fundar una so­ciedad no sobre la base de una comunión, ni aun de una conven­ción, sino de una coincidencia. Cuatro hombres pueden reunirse bajo un mismo farol; uno para pintarlo de color verde cotorra, participando así en la gran reforma municipal; otro, para leer su breviario bajo la luz; el tercero, para abrazarlo con casual apasionamiento, en un arranque de entusiasmo alcohólico, y, el últi­mo, tan sólo porque el farol verde cotorra es un punto de referecia visible para citarse con su novia. Pero sería imprudente espe­rar que esto ocurra todas las noches..." 

Reemplacemos a los cuatro hombres alrededor del farol por los gobiernos, partidos, corporaciones, sociedades, grupos sociales, oficios y profesiones, universidades, sectas y nacionalidades del mundo. Pensemos en el legislador que vota un estatuto que afec­tará a pueblos lejanos, en el estadista que llega a una decisión, en la Conferencia de la Paz que reconstituye las fronteras de Euro­pa, en el embajador ante un país extranjero que trata de discernir entre las intenciones de su propio gobierno y las del gobierno ex­tranjero, en un agente que se ocupa de una concesión en un país subdesarrollado, en un editor que reclama una guerra, en los miembros de un club que discuten en el salón sobre una huelga, en una asociación femenina que se dispone a arreglar el sistema escolar, en los nueve jueces que deciden si la legislatura de Ore­gón puede establecer horarios de trabajo para las mujeres, en una reunión de gabinete para decidir si se reconoce a un gobierno, en una asamblea de partido para elegir candidato y fijar una plataforma, en veintisiete millones de electores que echan la bole­ta en la urna, en un irlandés de Cork que piensa en un irlandés de Belfast, en una Tercera Internacional que piensa reconstruir totalmente la sociedad humana, en una junta de directores ante una lista de demandas de sus empleados, en un joven que elige una carrera, en un comerciante que calcula la oferta y la de­manda para la temporada venidera, en un especulador que predi­ce el curso del mercado, en un banquero que decide si debe dar crédito a una nueva empresa, en el que redacta los avisos publi­citarios, en el que los lee... Pensemos en los diferentes tipos de norteamericanos cuando examinan sus propios conceptos sobre "el Imperio Británico", "Francia", "Rusia" o "México". No hay tanta diferencia con los cuatro hombres de Chesterton junto al farol verde cotorra. 


6

Por lo tanto, antes de complicarnos con la selva de sombras for­mada por las diferencias congénitas de los hombres, haremos bien en fijar la atención sobre las enormes diferencias entre las concepciones humanas del mundo. No dudo de que haya diferencias biológicas importantes: desde el momento en que el hombre es un animal, sería extraño que no las hubiera. Pero, como seres racio­nales, sería más que superficial empezar a generalizar sobre los comportamientos comparativos, mientras no haya una semejanza mensurable entre los medios a los cuales responden esos compor­tamientos. El valor pragmático de esta idea es el de introducir un sutil matiz en la vieja controversia sobre naturaleza y nutrición, cualidad ingénita y medio ambiente, pues el pseudoambiente es un compuesto híbrido de "naturaleza humana" y de "condicio­nes". A mi entender, esto demuestra la inutilidad de discurrir sobre lo que es y siempre será el hombre, partiendo de lo que le vemos hacer, o sobre aquellas condiciones que son necesarias en la sociedad, ya que no sabemos cómo se comportarían los hombres si respondiesen a los hechos de la Gran Sociedad. Todo lo que sabemos en realidad es cómo se comportan cuando responden a lo que razonablemente podemos llamar una imagen muy inadecuada de la Gran Sociedad. Partiendo de esta evidencia, no se puede sacar ninguna conclusión honesta sobre el hombre ni sobre la Gran So­ciedad. 
Será ésa, por lo tanto, la clave de nuestra encuesta. Supondre­mos que lo que hace cada hombre no se basa en el conocimiento directo y seguro, sino en las imágenes hechas por él mismo o que le han sido dadas. Si su atlas le dice que la Tierra es plana, no navegará cerca de lo que él cree que es el borde de nuestro plane­ta, por miedo a caerse; si en sus mapas figura una fuente de Juvencia, saldrá un Ponce de León a buscarla; si alguien desentie­rra un polvo amarillo que parece oro, se comportará durante un tiempo como si hubiese encontrado oro. La manera cómo imaginan el mundo determina en todo momento lo que harán los hombres. No determina lo que lograrán hacer: determina su esfuerzo, sus sentimientos, sus esperanzas, pero no sus éxitos y resultados. Los hombres que proclaman con mayor fuerza su "materialismo" y su desprecio por los "ideólogos", ¿en qué ponen su esperanza? En la formación, mediante la propaganda, de un grupo con conciencia de clase. Pero, ¿qué es la propaganda, sino el esfuerzo de modificar la imagen a la cual responden los hombres, de sustituir un molde social por otro? ¿Qué es la conciencia de clases sino una manera de tomar conciencia del mundo? ¿Y qué la conciencia de especie, del profesor Giddings, sino un proceso de creer que reconocemos en la muchedumbre a algunos seres marcados como pertenecientes a nuestra especie? 

Intentemos explicar la vida social diciendo que es la persecución del placer y la prevención del dolor. Pronto diremos que el hedonista asume la cuestión sin pruebas, puesto que aun suponiendo que el hombre persiga estos fines, el problema decisivo de la razón por la cual cree que seguir un curso dado le proporcionará más placer que seguir otro, está aun por resolver. ¿Explica el problema el decir que la conciencia del hombre es su guía? Entonces, ¿por qué tiene la conciencia particular que tiene? ¿La teoría del interés propio? Pero, ¿cómo conciben los hombres su propio interés en un sentido y no en otro? ¿El deseo de seguridad, de prestigio, de poder o de una vaga realización de sí mismo? Pero ¿cómo conciben los hombres su seguridad, qué consideran prestigio, cómo entienden los medios de llegar al poder y cuál es esa noción de ser que desean realizar? Placer, dolor, conciencia, adquisición, protección, aumento de valor, dominio, he ahí algunos nombres que, sin duda, podemos dar a las maneras de comportarse de la gente. Puede que haya disposiciones instintivas que contribuyan a esos fines, pero no basta nombrar el fin, ni describir la tendencia a obtenerlo, para explicar el comportamiento que resulta. El mero hecho de que los hombres teoricen es la prueba de que sus pseudoambientes, sus imágenes interiores del mundo, son elementos determinantes del pensamiento, el sentimiento y la acción; si la relación entre la realidad y la reacción humana fuese directa e inmediata, en cambio de indirecta y deducida, no se conocerían la indecisión y el fracaso, y (si cada uno de nosotros cupiese en el mundo tan cómodamente como el niño en la matriz) Bernard Shaw no hubiese podido decir que ningún ser humano se las arregla tan bien como una planta, salvo durante los primeros nueve meses de su vida. 

La gran dificultad de adaptar el planteo psicoanalítico al pensamiento político surge de esta relación. Los freudianos se preocupan por la inadaptación de individuos determinados frente a otros individuos y a situaciones concretas. Han supuesto que, si los desarreglos internos se pudiesen solucionar, no habría casi confusión en la relación normal y evidente. Pero la opinión pública trata con hechos indirectos, invisibles y enmarañados, en los cuales nada es evidente. Las situaciones a las cuales se refiere, se conocen sólo como opiniones. El psicoanalista, en cambio, pretende casi siempre que es posible conocer el ambiente y que, si no es conocible, es por lo menos soportable, para cualquier inteligencia despejada. De esta suposición surge el problema de la opinión pú­blica. En lugar de dar por aceptado aquel ambiente que se conoce fácilmente, el analista social se preocupa más por estudiar la concepción de un ambiente político más amplio. El psicoanalista estudia la adaptación al elemento X, que él llama ambiente; el analista social estudia el elemento X, pero lo llama pseudoambiente. 

Por supuesto que está permanentemente en deuda con la nueva psicología, no sólo por lo mucho que ayuda a la gente a desempe­ñarse por sí sola, cuando está bien aplicada, sino porque el estudio de los sueños, la fantasía y la racionalización han aclarado el proceso de formación del pseudoambiente, pero no puede asumir como criterio suyo lo que se llama "una carrera biológica normal" dentro del orden social existente, ni una carrera "liberada de la opresión religiosa y de las convenciones dogmáticas" fuera de ese orden. Pues, ¿qué es, para un sociólogo, una carrera social normal o una carrera libre de opresiones y convenciones? Los críticos conservadores asumen, claro está, la primera idea y, los románticos, la segunda. Pero, al asumirlas, dan por aceptado al mundo entero. Dicen, efectivamente, o bien que la sociedad corresponde a la idea que ellos se hacen de la normalidad, o bien que corresponde a la idea de libertad. Ambas ideas no son más que opiniones públicas, y mientras que el psicoanalista, como médico, puede quizá asumirlas, el sociólogo no puede tomar el producto de la opinión pública existente como criterio para estudiar la opinión pública. 


7

El mundo con el cual debemos tratar se encuentra fuera del alcance de la vista y de la mente. Debe ser explo­rado, divulgado e imaginado. El hombre no es ningún dios aristotélico que abarca toda la vida de un vistazo, sino la criatura de una evolución, y apenas puede abarcar la porción de realidad su­ficiente para poder sobrevivir, arrebatando lo que en la escala del tiempo no son más que unos minutos de discernimiento y felici­dad. Sin embargo, esta misma criatura ha inventado maneras de ver lo que es imposible ver a simple vista, de oír lo que ningún oído puede oír, de pesar masas inmensas o infinitesimales, de con­tar y separar más elementos de los que puede recordar indivi­dualmente. Está aprendiendo a ver con la mente vastos sectores del mundo que antes no podía ver, tocar, oler, oír o recordar. Poco a poco se hace una imagen mental fidedigna del mundo que no alcanza. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno! No he podido leerlo todo, pero sí tus recomendaciones en rosa :) Espero que te pases por el mío, un beso guapa! http://chicandholic.wordpress.com/